El 11 de septiembre de 2001, cerca de las 8 de la mañana, 19 yihadistas de Al Qaeda secuestraron cuatro aviones de pasajeros para realizar unos atentados que cambiaron el rumbo de la historia, en un ataque directo a un símbolo del poder de los USA líder del Occidente liberal. Tras el ataque, la administración de George W. Bush adoptó una postura agresiva frente a los países del Medio Oriente y Asia Central, identificando a algunos como cómplices del terrorismo, y consolidando la narrativa de que era necesario enfrentarlos militar y diplomáticamente.
El sentimiento de venganza y la necesidad de proteger la seguridad nacional motivaron a Estados Unidos a lanzar una campaña global para desmantelar las redes terroristas y evitar futuros ataques. La percepción de que el terrorismo islamista tenía un alcance global llevó a los estadounidenses a justificar intervenciones militares, sanciones económicas y cambios en sus alianzas estratégicas. Países como Afganistán, Irak, Irán y Siria quedaron atrapados en una vorágine de hostilidades que impactaría no solo sus economías, sino también la estabilidad social y política de toda la región.
Los atentados exacerbaron la desconfianza hacia las naciones islámicas, vistas por muchos en Occidente como incubadoras de radicalismo. Esta hostilidad generó una brecha aún más grande entre las potencias occidentales y varios países del Medio Oriente, consolidando un sentimiento antioccidental en algunos sectores de estas naciones. Esta dinámica de conflicto y desconfianza se mantiene hasta el día de hoy, como una de las principales consecuencias del 11 de septiembre.
La respuesta oficial de Estados Unidos al 11 de septiembre se formalizó como la “Guerra contra el Terror”, una política que implicaba no solo combatir a los perpetradores de los ataques, sino también erradicar cualquier amenaza terrorista global. Esta estrategia abarcaba la identificación de grupos como Al-Qaeda y el uso de la fuerza militar para eliminar su influencia. Pero más allá de los grupos terroristas, la doctrina también incluía sancionar o intervenir en cualquier país que diera refugio o apoyo a estas organizaciones.
El presidente George W. Bush dejó claro en su discurso de la Unión de 2002 que Estados Unidos no solo estaba en guerra con terroristas como individuos, sino con un “Eje del Mal”, una alianza implícita de países que, según él, representaban una amenaza a la paz mundial. Irán, Irak y Corea del Norte fueron nombrados explícitamente, lo que sentaron las bases para futuras confrontaciones. Este enfoque justificó la invasión de Afganistán y, más tarde, Irak, a pesar de las dudas sobre la conexión de estos países con el terrorismo global y los atentados del 11 de septiembre.
El 7 de octubre de 2001, menos de un mes después de los ataques, Estados Unidos lanzó la invasión de Afganistán con el objetivo de desmantelar el régimen talibán, que había dado refugio a Osama bin Laden y Al-Qaeda. Esta invasión fue ampliamente respaldada por la comunidad internacional, ya que el mundo estaba unido en su condena al terrorismo tras el 11-S. Sin embargo, aunque la guerra logró el derrocamiento del régimen talibán en cuestión de meses, los objetivos a largo plazo —la reconstrucción del país y la eliminación de los grupos terroristas— resultaron mucho más esquivos.
A lo largo de dos décadas de conflicto, Afganistán fue testigo de una continua inestabilidad. La guerra, lejos de eliminar la amenaza terrorista, exacerbó la violencia en muchas regiones del país.
El costo humano de la guerra ha sido inmenso: según el proyecto “Costs of War” de la Universidad de Brown, más de 47.000 civiles afganos murieron como resultado directo de las hostilidades, y cerca de 69.000 miembros de las fuerzas de seguridad afganas perdieron la vida. Además, millones de afganos fueron desplazados, creando una crisis humanitaria que aún no se resuelve.
La guerra también afectó profundamente a la sociedad estadounidense. Las bajas militares estadounidenses alcanzaron más de 2.400 soldados, y la fatiga por el conflicto contribuyó a un cambio en la opinión pública respecto a la eficacia y moralidad de las intervenciones militares. El costo económico de la guerra, estimado en más de 2 billones de dólares, también fue una carga significativa para el gobierno de Estados Unidos.
La invasión de Irak en marzo de 2003 fue la culminación de meses de tensiones. Estados Unidos, junto con una coalición de aliados, invadió el país bajo el pretexto de que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva (ADM) y que estaba vinculado con grupos terroristas como Al-Qaeda. Sin embargo, las justificaciones para la guerra rápidamente se derrumbaron cuando las ADM no fueron encontradas, lo que desató una crisis de credibilidad para el gobierno de Bush .
Las consecuencias de la invasión fueron desastrosas para Irak. El colapso del gobierno de Saddam Hussein y la desintegración del ejército iraquí crearon un vacío de poder que desató una guerra civil entre grupos sectarios, incluido el surgimiento de insurgentes suníes y chiíes, que más tarde darían origen a grupos extremistas como el Estado Islámico (ISIS). ). A medida que el conflicto se extendía, las condiciones de vida en Irak se deterioraron exclusivamente. La infraestructura del país, ya debilitada por años de sanciones internacionales, colapsó bajo la presión de la guerra y la ocupación.
El número de víctimas civiles en Irak es difícil de precisar, pero los estudios más conservadores estiman que al menos 200.000 iraquíes murieron como resultado de la invasión y la ocupación posterior. Además, millones de personas fueron desplazadas internamente o buscaron refugio en otros países.
El legado de la guerra en Irak sigue siendo uno de los conflictos más controvertidos y destructivos de la era moderna, con consecuencias geopolíticas que continúan afectando la región hasta el día de
Una de las comparaciones más significativas al analizar las consecuencias del 11-S es el contraste entre las víctimas directas del ataque y las muertes resultantes de las guerras que siguieron. Los atentados del 11 de septiembre de 2001 dejaron un saldo de 2.977 víctimas en suelo estadounidense.
Las guerras que surgieron como consecuencia del 11-S produjeron un número mucho mayor de muertes. En Afganistán, como se mencionó, más de 47.000 civiles han muerto debido a la guerra, y en Irak, la cifra asciende a más de 200.000 muertos. Si sumamos las bajas militares y los combatientes insurgentes, las cifras son aún más alarmantes, alcanzando cientos de miles de vidas perdidas.
El contraste entre las 2.977 víctimas del 11 de septiembre y los cientos de kilómetros de muertos en Afganistán e Irak plantea preguntas difíciles sobre los costos humanos de la “Guerra contra el Terror”. ¿Fue la respuesta proporcionada a la magnitud del ataque? ¿Qué tanto contribuyeron las intervenciones militares a una mayor estabilidad y seguridad global? Estas son preguntas que siguen siendo objeto de debate hasta el día de hoy.
El 11 de septiembre fue un evento que cambió el curso de la historia, pero las respuestas que surgieron de él también han tenido un impacto profundo y duradero en la geopolítica global. Las guerras en Afganistán e Irak, lejos de traer estabilidad, sembraron las semillas de una mayor violencia, inestabilidad y pérdida de vidas. El número de víctimas, tanto en Estados Unidos el 11-S como en las guerras subsecuentes, nos recuerda la escalada y el costo humano de las decisiones geopolíticas que se tomaron en nombre de la paz y la seguridad norteamericana.
Aún resuenan en el mundo las palabras del entonces presidente George W. Bush cuando se dirigió a los estadounidenses desde el despacho oval de la Casa Blanca y denuncia “actos terroristas despreciables, malvados”. Promete hallar a los responsables y asegura que Estados Unidos “no hará diferencias entre los terroristas que cometieron estos actos y aquellos que los albergan”. Los escenarios cambian, pero la guerra continúa.
Se sabe que el diálogo puede llevar a vivir en paz y respetando la dignidad humana, pero el deseo de poder nubla el entendimiento impidiendo la conciliación.