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Una estrategia repetida muchas veces y otras tantas puesta a funcionar

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En ciclos económicos, políticos, tecnológicos y culturales, la historia de los imperios se repite. Todo cambia, para que nada cambie.

Cuando nos acercamos a las noticias diarias y a la historia de nuestra civilización, resulta que los factores que la determinan siguen siendo los mismos. Basta revisar la historia económica, política, militar y la búsqueda de la hegemonía global para darse cuenta de la ruta que se sigue.

España y Holanda se basaron en la explotación de recursos y el comercio global, respectivamente, mientras que Francia e Inglaterra aprovecharon tanto el poder militar como la influencia cultural y económica. Estados Unidos y China, por su parte, han demostrado que el poder en el siglo XX y XXI también depende de la innovación tecnológica y la capacidad de liderar en un mundo cada vez más interconectado.

Las guerras económicas han sido un factor determinante en la dinámica entre estos imperios. Las guerras entre España, Holanda, Francia e Inglaterra no sólo fueron militares, sino también económicas, donde el comercio, los bloqueos y la competencia en mercados internacionales jugaron papeles cruciales en el ascenso y permanencia por un tiempo, los imperios no son eternos. Tanto ayer como hoy la información es fundamental, porque dan una visión de lo que » se debe ser» la realidad. Por eso el factor cultural es fundamental. No por casualidad se insiste en aprender el idioma del poder reinante.

Demos un vistazo rápido de los imperios más recientes, y busque usted, estimado lector, las claves que permitieron su ascenso y su derrota a manos de un imperio que surge, veamos.

El Imperio Español fue uno de los primeros en establecerse en la era moderna, emergiendo como una superpotencia global durante el siglo XVI. Su ascenso fue impulsado por el descubrimiento de América en 1492, lo que le permitió acceder a vastas riquezas en oro y plata. Estos recursos financiaron un poderoso ejército y una flota naval que le facilitó expandir su influencia en Europa y más allá. Además, la estrecha alianza con la Iglesia Católica le otorgó legitimidad y unificó al imperio bajo una causa común: la defensa de la cristiandad.

Sin embargo, el mantenimiento de un imperio tan vasto trajo consigo inmensos desafíos. La riqueza obtenida de las colonias llevó a una economía inflacionaria, mientras que las constantes guerras en Europa drenaron los recursos del imperio. España se involucró en costosas guerras económicas y militares, particularmente con Inglaterra y Holanda, que buscaban socavar su dominio. La derrota de la Armada Invencible en 1588 a manos de Inglaterra marcó el comienzo del declive español. A medida que otros imperios europeos, como Inglaterra y Francia, comenzaron a emerger, España se vio cada vez más debilitada por su incapacidad para modernizar su economía y por la competencia externa.

Y aquí Holanda surgió como una potencia económica en el siglo XVII, construyó su imperio sobre una base comercial sólida. La fundación de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en 1602 fue clave, permitiendo controlar rutas comerciales cruciales en Asia y establecer colonias en lugares estratégicos de la época.

El éxito holandés también se basó en la innovación financiera. Ámsterdam se convirtió en el centro financiero del mundo, con la primera bolsa de valores y un sistema bancario avanzado que facilitó el comercio y la inversión a gran escala. Sin embargo, las guerras económicas y militares con Inglaterra, como las Guerras Anglo-Holandesa del siglo XVII, debilitó su dominio marítimo y afectó gravemente su economía, permitiendo que Inglaterra se impusiera como la nueva potencia dominante. La creciente competencia de potencias más grandes como Inglaterra y Francia llevó eventualmente a su declive.

Francia, bajo el reinado de Luis XIV, se consolidó como una potencia europea con ambiciones globales. Luis XIV, conocido como el «Rey Sol», centralizó el poder y promovió una cultura de grandeza que influyó en toda Europa. El imperio francés se extendió tanto en Europa como en América del Norte, y su influencia cultural se extendió por todo el continente.

Esa expansión de Francia llevó a numerosos conflictos, como la Guerra de los Siete Años (1756-1763), que debilitó considerablemente su poder y le hizo perder importantes territorios coloniales frente a Inglaterra que, a través de bloqueos comerciales y alianzas estratégicas, logró desgastar la economía francesa y debilitar su imperio colonial. La Revolución Francesa y las guerras napoleónicas a finales del siglo XVIII y principios del XIX marcaron un punto de inflexión en la historia de Francia. Aunque Napoleón logró expandir el imperio francés por gran parte de Europa, su derrota en Waterloo en 1815 y la posterior restauración de la monarquía limitaron la influencia de Francia y consolidaron el ascenso de Inglaterra como la principal potencia mundial.

El Imperio Británico es uno de los ejemplos más destacados de cómo un imperio puede obtener, mantener y expandir el poder a lo largo de los siglos. Su ascenso comenzó con la Revolución Industrial a finales del siglo XVIII, que convirtió a Inglaterra en la «fábrica del mundo». El dominio de los mares, asegurado por una poderosa flota naval, permitió a Inglaterra construir un imperio que abarcaba India, partes de África, América del Norte y muchas otras regiones del mundo.

El mantenimiento del Imperio Británico se basó en una combinación de poder militar, influencia diplomática y control del comercio global. Además, las guerras económicas, como la lucha contra la competencia francesa en los mercados coloniales y europeos, fueron clave para consolidar su hegemonía. La política de equilibrio de poder en Europa, junto con la capacidad de Inglaterra para adaptarse a los cambios tecnológicos y económicos, le permitió mantenerse en la cima durante el siglo XIX y principios del XX. Sin embargo, el coste de mantener un imperio tan vasto comenzó a pasar factura.

Las guerras mundiales del siglo XX agotaron los recursos británicos, y el movimiento de descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial marcó el fin del Imperio Británico. Aunque Reino Unido sigue siendo una potencia significativa, su papel global se ha visto eclipsado por el ascenso de nuevos imperios, como Estados Unidos.

El ascenso de Estados Unidos como superpotencia global se consolidó en el siglo XX. Tras su independencia en 1776, Estados Unidos se expandió hacia el oeste y experimentó una industrialización acelerada en el siglo XIX. La Guerra Civil (1861-1865) resolvió las tensiones internas, y para el final de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos ya era una potencia económica de primer orden.

El mantenimiento del poder estadounidense durante el siglo XX se basó en su capacidad para liderar alianzas globales, como la OTAN, y en su hegemonía tecnológica y cultural. Durante la Guerra Fría, emergió como el líder del mundo libre, en oposición a la Unión Soviética, consolidando su influencia global. Además, el dólar se estableció como la moneda de reserva mundial, lo que le dio un poder económico sin precedentes. Las guerras económicas, particularmente la rivalidad con la Unión Soviética, también jugaron un papel clave en la consolidación del poder estadounidense, ya que su capacidad para aislar económicamente a sus adversarios debilitó a sus competidores.

No obstante, en el siglo XXI, Estados Unidos enfrenta desafíos significativos. La competencia con China, la creciente polarización política interna y los desafíos globales como el cambio climático y las pandemias plantean serias preguntas sobre la capacidad de Estados Unidos para mantener su posición hegemónica en el futuro.

China, por su parte, ha emergido como la gran competidora en la escena global en las últimas décadas. Después de un siglo de humillación a manos de potencias extranjeras y de un largo período de inestabilidad interna, comenzó su ascenso con las reformas económicas de Deng Xiaoping en 1978 que le abrieron el mercado global, y en pocas décadas, el país se convirtió en la fábrica del mundo.

El mantenimiento del poder chino se ha basado en una combinación de crecimiento económico rápido, control político estricto y expansión de su influencia a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, que busca conectar China con Europa, África y Asia a través de una red de infraestructuras y comercio. Además, ha invertido en tecnología avanzada, como la inteligencia artificial, para asegurar su competitividad global. En el plano económico, ha entrado en guerras económicas con Estados Unidos, como las tensiones comerciales y tecnológicas recientes, que reflejan la lucha por el dominio en el siglo XXI.

Sin embargo, China también enfrenta desafíos significativos, como las tensiones geopolíticas con Estados Unidos y sus vecinos, problemas internos como la desigualdad y la crisis demográfica, y la necesidad de gestionar una economía que se está desacelerando. La capacidad de China para superar estos desafíos determinará si puede mantener su ascenso en el siglo XXI.

Alguien diría todo cambia para ser lo mismo, y cuando se logra ver el panorama histórico, resulta que son los mismos caminos a costa de muchas muertes, miseria para poblaciones enteras, argumentando que somos diferentes desde el racismo más abyecto, que hay que civilizar a la gente para que sean aceptados por la idea social del momento y claro, la explotación de los recursos naturales para soportar el poderio.

Hoy en un mundo del capitalismo liberal, la idea del imperio colonial contemporáneo se enfrenta a la crisis climática, y a diferencia de los humanos, la naturaleza no pregunta, no negocia y solo actúa con toda su fuerza. El riesgo hoy es que el poder creado por los hombres es inferior al reto del planeta y no se permite hacer los cambios urgentes que se requiere, porque se aplica la misma fórmula que por tanto tiempo ha dado resultado. Quizás es hora de pensar en otro sendero.

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