El joven en América del Sur siempre ha tenido motivos para enfrascarse en luchas sociales que han determinado infinitas guerras contra el sistema, y que han cambiado con el tiempo la forma de hacerse. Se han enfrentado con gobiernos y sistemas económicos que no ayuda mucho para lograr cambios sustanciales, siguiendo promesas mundiales de tener la vida al modelo norteamericano o al europeo.
El tener casa, auto, finca, dinero para pagar estudios, tanto para ellos como sus descendientes, tener dinero para gastar y mostrarse ante los demás como un ganador, ha implicado desconocer su propia historia, despreciar conocimientos de la región y que ahora, por temas de la crisis climática, toman relevancia como es el cuidado de la tierra y sus recursos naturales.
En la década de 1950 América Latina estuvo marcada por un crecimiento económico impulsado por la industrialización, aunque también coexistía con profundas desigualdades sociales. La juventud de este período vivía con un fuerte apego a los valores tradicionales, en los que la familia ocupaba el centro de la vida y el trabajo estable era visto como un camino natural hacia el desarrollo y el bienestar.
Aquellos más arriesgados lograban desarrollar empresas manufactureras de toda índole. Así las oportunidades laborales en sectores como la manufactura y la agricultura eran abundantes, y la movilidad social se consideraba posible para aquellos dispuestos a trabajar arduamente. Sin embargo, la distribución desigual de la riqueza entre clases sociales y entre las zonas rurales y urbanas ponía un techo a las aspiraciones de muchos jóvenes.
Para esos años la migración del campo a la ciudad era relativamente equilibrada, pero guerras internas, como es el caso de Colombia obligaba a los campesinos dejar el terruño y salvar sus vidas en las goteras de las ciudades, en muchos casos en barriadas miserables.
La década de 1970 fue un período turbulento en América Latina, caracterizado por la instauración de dictaduras militares en países como Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. Estos regímenes autoritarios influyeron profundamente en la juventud de la época, que se encontró inmersa en la represión política, las desapariciones forzadas y la migración como única salida para salvaguardar la existencia. Aún así la idea de familia se mantenía y la mujer tomaba otro protagonismo al poder ser parte activa de la formación académica superior y en la fuerza de trabajo a todos los niveles.
Las dictaduras y los gobiernos represivos fueron decayendo en la década de 1990, lo que marcó el retorno de las democracias en gran parte de América Latina. Sin embargo, el regreso de los gobiernos civiles coincidió con la adopción generalizada de políticas neoliberales, lo que trajo consigo una fuerte reducción de los estados de bienestar y el aumento del desempleo y la pobreza.
La globalización y los acuerdos comerciales con las potencias aumentaron el desequilibrio, ya no era rentable tener industrias que no pueden competir y es más fácil importar o simplemente ensamblar. Nos volvimos consumidores, compradores compulsivos de cuanta cosa nos traen, pero la dinámica del obrero decayó, el campo es cada vez menos rentable para el campesino propietario, que se va convirtiendo en jornalero y en general aumenta el sector de servicios como alternativa comercial y laboral urbana.
En el caso colombiano, la paz sigue siendo esquiva y en estos tiempos se mezcla el narcotráfico, los movimientos insurgentes y la política tradicional, dejando tras de si violentos ataques y atentados donde se implica a la ciudadanía en general y el desbarajuste de las instituciones donde la corrupción, a todos los niveles, se extiende y hoy mantiene su actividad con ferocidad.
Con la llegada de la década de 2010, la juventud latinoamericana se encontró inmersa en una realidad definida por la conectividad global, las redes sociales y las crisis políticas recurrentes. Esta generación fue testigo de una serie de movimientos sociales, desde protestas estudiantiles hasta manifestaciones masivas contra la corrupción y los gobiernos autoritarios y dictatoriales como el caso de Venezuela y Bolivia.
La década de 2020 llegó con la pandemia de COVID-19, que redefinió extensamente las realidades laborales, familiares y de salud. Esta generación enfrenta una incertidumbre sin precedentes, marcada por el cambio climático, la crisis económica global y la creciente polarización política.
La migración sigue siendo un escape para poder cristalizar los sueños, especialmente para aquellos que logran establecer estudios de posgrado, que les abre oportunidades laborales y de hacer vida en Europa, Estados Unidos, Canadá y Corea del Sur.
Las familias se disgregan y ya no es el eje de la vida y ni siquiera una aspiración totalmente deseable. Convivir hasta donde aguante es la vida en pareja, y no es exclusiva, la homosexualidad en todos sus matices hace carrera en la sociedad que rompe todos los parámetros tradicionales.
A través de las décadas, la juventud latinoamericana se ha enfrentado a un entorno en constante cambio, desde las promesas de industrialización en los años 50 hasta los desafíos políticos y económicos del siglo XXI. Las esperanzas de vida, los sueños de estabilidad familiar y laboral, y la búsqueda de seguridad a través de la educación han sido constantes.
Hoy el reto es mayor en un continente con muchas riquezas naturales que no se deberían tocar precisamente por el desequilibrio ambiental que se experimenta, con tiempos más secos, o de tormentas que arrasan todo, en ciudades que experimentan escasez de recursos como el agua, electricidad, gas, aire sano y una vida con seguridad a todos los niveles.
Si bien es cierto ser joven es una ventaja, también lo es ser protagonista de inmensos retos que no dan tregua, porque aquí si cabe decir “que los tiempos pasados no han sido mejores”, porque el continente promesa sigue sin ser cumplida para millones de suramericanos.