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A un año de un capítulo más, de una guerra que no termina, una mirada histórica para entender

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Hace un año de los trágicos acontecimientos en el recinto del festival israelí de música Tribe of Nova, donde 364 personas murieron a manos de los islamistas de Hamás, se ha convertido en un espacio para la memoria al que cada semana acuden miles de visitantes.

Cuando nos acercamos a la realidad de la guerra de Israel contra Hamas en Gaza y Hezbolá en Líbano, es necesario, para más o menos entenderla, considerar sus orígenes, que se remontan a los tiempos bíblicos cuando los pueblos semitas, como los hebreos, filisteos, cananeos, y otras tribus en la zona buscaban el predominio de estas tierras, que para los israelitas van unidas a la promesa de Jehová sobre la tierra prometida, en relatos del tiempo de Moisés, el evento de salida de Egipto y la fundación del Reino de Israel bajo los reyes David y Salomón.

El impacto de las conquistas sucesivas por imperios como el babilonio, el persa, y el romano, que llevaron a la destrucción del Templo de Jerusalén y la diáspora del pueblo judío, dejó a la región en manos de otros imperios, pero el sentido de pertenencia territorial quedó arraigado en la narrativa judía, que es vinculada directamente a su fe. Por mucho tiempo Israel como pueblo convivió con los Palestinos, hasta que la presencia e intervención de los intereses imperiales europeos complicaron la vida en esta región del planeta.

En el siglo XIX, surge el movimiento sionista, que busca un hogar nacional para el pueblo judío en respuesta al antisemitismo en Europa. Esto llevó a la migración de judíos europeos hacia Palestina, donde ya vivía una población árabe. Como parte de la hegemonía del Imperio británico, entre los siglos XVI y XX que modelo la sociedad, los intereses, los territorios a su gusto y conveniencia, y donde también se dio camino a establecer un territorio para Israel.

La influencia de Gran Bretaña en la región de Palestina fue un periodo clave para crear y sostener el conflicto entre judíos y árabes. Este mandato fue establecido por la Liga de las Naciones tras la disolución del Imperio Otomano al final de la Primera Guerra Mundial. La administración británica decidió supervisar el territorio de Palestina y preparar su transición hacia una forma de autogobierno, que en realidad era organizar estas tierras para los judíos.

Uno de los eventos más significativos fue la Declaración Balfour, emitida en noviembre de 1917 por el secretario de Relaciones Exteriores británico, con la que se expresaba el apoyo del gobierno británico para «el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío», pero también añadía que «no se haría nada que pudiera perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina». Aunque esta declaración fue interpretada por muchos como un respaldo a las aspiraciones sionistas, carecía de claridad sobre el estatus político del territorio y no definía cómo se equilibrarían los derechos de los judíos y los árabes.

A partir de ese momento comenzó un incremento en la inmigración judía hacia Palestina, particularmente desde Europa. Esto fue en parte fomentado por el sionismo, un movimiento que buscaba un hogar nacional para los judíos, y la persecución que muchos judíos enfrentaban en Europa, especialmente en países como Rusia y Polonia.

Entre 1920 y 1939, la inmigración judía a Palestina creció significativamente en varias olas. Mientras la población judía en Palestina aumentaba, las tensiones entre judíos y árabes también se intensificaban. Los árabes palestinos, que constituían la mayoría de la población antes de la inmigración masiva judía, comenzaron a sentir que su tierra y derechos estaban siendo erosionados. Temían que la creación de un «hogar nacional» para los judíos resultara en la colonización y desplazamiento de la población árabe.

La creciente inmigración judía y la adquisición de tierras por parte de las comunidades judías llevaron a violentos enfrentamientos entre árabes y judíos. En 1920 y 1921, los primeros disturbios estallaron en Jerusalén y Jaffa. Posteriormente, en 1929, los disturbios de Hebrón y otras ciudades provocaron más violencia entre las dos comunidades.

El motín árabe de 1936-1939, también conocido como la Gran Revuelta Árabe, fue una respuesta directa al creciente número de colonos judíos y a las políticas británicas que parecían favorecer al sionismo. Los árabes palestinos exigían la restricción de la inmigración judía y la creación de un gobierno independiente árabe. La revuelta fue sofocada por las fuerzas británicas, pero dejó un legado de profunda desconfianza entre las comunidades judía y árabe, además de una militarización creciente en ambas partes.

En un intento por calmar las tensiones, el gobierno británico emitió el Libro Blanco de 1939, que proponía limitar la inmigración judía y restringir la compra de tierras por parte de judíos, además de prometer la creación de un estado binacional en Palestina dentro de 10 años. Sin embargo, este documento fue rechazado por ambos lados: los judíos lo consideraron una traición a la Declaración Balfour, mientras que los árabes pensaban que no iba lo suficientemente lejos para garantizar la independencia árabe.

Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto alemán devastaba a la comunidad judía en Europa, la presión para permitir una mayor inmigración judía a Palestina creció dramáticamente. Los judíos supervivientes a la matanza, vieron en Palestina una opción viable para asentarse y hacer vida, lo que aumentó las tensiones locales. Sin embargo, los británicos, ya debilitados por la guerra, continuaron con las restricciones migratorias establecidas en el Libro Blanco, lo que llevó a un creciente descontento entre los judíos.

Ya no son guerras entre militares, es la población civil las victimas, de ahora y hacia el futuro.

A medida que el conflicto entre judíos y árabes se intensificaba, y el Reino Unido encontraba cada vez más difícil mantener el orden, los británicos anunciaron en 1947 que abandonarían Palestina y dejarían el futuro del territorio en manos de las Naciones Unidas. La ONU propuso un plan de partición que dividiría Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe, con Jerusalén bajo administración internacional. Aunque los judíos aceptaron el plan, los árabes lo rechazaron por completo.

Cuando los británicos finalmente se retiraron en mayo de 1948, los judíos proclamaron el establecimiento del Estado de Israel, lo que provocó la guerra árabe-israelí de 1948, en la que los países árabes vecinos invadieron en un intento de destruir el nuevo estado judío. El conflicto resultó en la victoria de Israel y en la Nakba (desplazamiento masivo) de cientos de miles de palestinos, que se convirtieron en refugiados de sus propias tierras.

Con la caída del Imperio Británico, en la Segunda Guerra Mundial, el nuevo protagonismo mundial lo asume Estados Unidos, y quedó el conflicto sin resolver en Palestina. Su ambigua política hacia judíos y árabes, junto con la incapacidad de establecer un acuerdo satisfactorio para ambas partes, sentó las bases para décadas de guerra, desplazamientos y tensiones. Aunque el mandato terminó oficialmente en 1948, su impacto en la estructura política y social de la región sigue siendo evidente en el conflicto que continúa hasta hoy.

A mediados del siglo XX, se dieron continuos enfrentamientos, la Guerra de los Seis Días (1967) y Guerra de Yom Kipur (1973) consolidaron el poder militar de Israel y expandió su territorio con la ocupación de Cisjordania, Gaza y los Altos del Golán, temas aún candentes en las negociaciones actuales.

Aunque la relación entre Estados Unidos e Israel comenzó oficialmente con el reconocimiento del Estado de Israel en 1948 por el presidente Harry Truman, el apoyo estadounidense a Israel fue relativamente limitado en las primeras dos décadas. Sin embargo, la Guerra de los Seis Días de 1967 marcó un punto de inflexión, con Israel demostrando su capacidad militar y estratégica. A partir de ese momento, EE. UU. empezó a ver a Israel como un aliado clave en la región, particularmente en el contexto de la Guerra Fría, donde la influencia soviética estaba presente en varios países árabes.

La Unión Soviética tuvo un papel crucial durante los primeros años del conflicto y se posicionó como un aliado de varios países árabes en su lucha contra Israel, buscando expandir su influencia en la región. Proporcionó asistencia militar y técnica a Egipto, Siria e Irak, enviando armas, consejeros militares y entrenando fuerzas árabes que combatieron contra Israel en las guerras de 1967 y 1973. Este apoyo formaba parte de la estrategia soviética de contrarrestar la influencia estadounidense en Oriente Medio.

Con la caída de la Unión Soviética en 1991, Rusia redujo su intervención directa en la región. Sin embargo, en las últimas décadas, bajo el liderazgo de Vladimir Putin, ha buscado reposicionarse en Oriente Medio, particularmente a través de su intervención en la guerra civil siria, donde ha apoyado al régimen de Bashar al-Asad, un cercano aliado de Irán y opositor de Israel. Por ahora Rusia esta ocupada con la Operación Especial en Ucrania, que no da visos de ser superada y más por el contrario agravarse si los ataques con armas de la OTAN llegan a bombardear suelo ruso.

Destrucción y desolación, caldo de cultivo para nuevas guerras, que no dan tregua.

En la década de 1970, el presidente Richard Nixon y su secretario de Estado, Henry Kissinger, adoptaron la llamada «política de equilibrio», buscando mantener a Israel lo suficientemente fuerte como para disuadir a sus vecinos árabes de intentar destruirlo, pero no tanto como para eliminar la posibilidad de negociaciones de paz.

La mediación en los Acuerdos de Camp David en 1978 entre Israel y Egipto donde el presidente Jimmy Carter jugó un papel fundamental en la firma del tratado de paz que llevó a la devolución del Sinaí a Egipto y a la primera paz formal entre Israel y un país árabe. Este éxito diplomático cimentó a EE. UU. como el principal mediador en el conflicto árabe-israelí.

Durante las décadas de 1980 y 1990, el apoyo militar y económico de EE. UU. a Israel se incrementó, apoyando a Israel en su lucha contra la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y más tarde, contra grupos como Hezbollah y Hamas. Bajo la administración de Bill Clinton, EE. UU. promovió los Acuerdos de Oslo entre Israel y la OLP, aunque estos acuerdos trajeron esperanzas de paz, su implementación fue incompleta y las tensiones entre israelíes y palestinos no disminuyeron significativamente.

Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, la relación entre EE. UU. e Israel se fortaleció aún más en el contexto de la «guerra contra el terrorismo». Bajo la administración de George W. Bush, la política exterior estadounidense enfatizó la seguridad de Israel frente a amenazas de grupos radicales y países como Irán, que era percibido como un peligro existencial para Israel debido a su programa nuclear. La relación se solidificó con importantes transferencias de tecnología militar y acuerdos de defensa.

Uno de los momentos más controvertidos de la intervención de EE. UU. en el conflicto fue la decisión del presidente Donald Trump de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel en 2017, trasladando la embajada de Tel Aviv a Jerusalén. Esta medida fue muy bien recibida por el gobierno israelí, pero intensificó las tensiones con los palestinos y otros países árabes, ya que Jerusalén es un punto sensible en cualquier futuro acuerdo de paz debido a su importancia religiosa y política.

Con la llegada de Joe Biden al poder en 2021, EE. UU. ha intentado equilibrar su apoyo a Israel con la necesidad de abordar las preocupaciones de los palestinos. La administración de Biden ha reafirmado el apoyo a una solución de dos estados, pero sigue siendo un fuerte aliado de Israel en términos de ayuda militar y diplomática. No obstante, la creciente crítica internacional hacia las políticas israelíes en Cisjordania y Gaza, así como las tensiones internas en el propio Partido Demócrata respecto a cómo manejar la relación con Israel, han añadido complejidad a la intervención estadounidense en el conflicto.

El otro protagonista de esta trágica historia es Irán, que ha utilizado la estrategia de grupos aliados y milicias para presionar a Israel. Irán considera a Israel como un «régimen ilegítimo» y apoya activamente a grupos como Hezbolá en Líbano y Hamás en Gaza, que han librado guerras y llevado a cabo ataques contra Israel. En 1979 la revolución iraní transformó radicalmente la política exterior del país. Con el liderazgo del ayatolá Ruhollah Jomeiní, adoptó una postura antiisraelí y antiestadounidense, que sigue siendo una parte central de su política exterior. El programa nuclear iraní es otro de los focos de tensión, ya que Israel lo percibe como una amenaza existencial y ha amenazado con atacar preventivamente instalaciones nucleares iraníes.

No se puede dejar de considerar a Arabia Saudita que ha sido históricamente uno de los principales financistas de la causa palestina. Sin embargo, en los últimos años ha habido una creciente normalización de relaciones entre Israel y algunos países árabes en el marco de los Acuerdos de Abraham (2020), negociados con el apoyo de Estados Unidos. Estos acuerdos, firmados entre Israel y países como los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, marcan un cambio significativo en la geopolítica de la región, donde las preocupaciones comunes sobre Irán han acercado a Israel y a algunas monarquías del Golfo.

El conflicto entre Israel y sus vecinos no solo ha involucrado a las potencias regionales, sino que ha afectado la política global de múltiples maneras. Oriente Medio es una región clave en la producción de petróleo, y las tensiones entre Israel y los países árabes han afectado el acceso global a los recursos energéticos. La guerra de 1973 llevó a un embargo petrolero árabe que afectó a Estados Unidos y otros países occidentales, causando una crisis energética global.

El conflicto ha sido utilizado como justificación ideológica por grupos yihadistas como Al-Qaeda e ISIS, quienes lo presentan como un símbolo de la «opresión» de los musulmanes a manos de Occidente e Israel. Esto ha contribuido a la expansión del terrorismo global, afectando no solo a los países de Oriente Medio, sino también a Europa, Estados Unidos y otras regiones.

Las guerras de hoy, una realidad que quita el presente y el futuro de los civiles víctimas.

El conflicto entre Israel y Palestina es un tema constante en las Naciones Unidas, con resoluciones, mediaciones y vetos, principalmente por parte de Estados Unidos en defensa de Israel. A nivel global, el conflicto ha polarizado a muchos países, y sigue siendo uno de los temas más debatidos en la diplomacia internacional.

Por ahora el sufrimiento y desolación de civiles tanto en la franja de Gaza, en Beirut y en donde esta guerra se extienda, deja las formas de enfrentamiento entre militares, de las viejas guerras convencionales, acabando el presente y el futuro de las poblaciones, de las familias, con una inmensidad de huérfanos que heredan odios, resentimientos y más de un argumento para continuar esta guerra deshumanizante y bárbara. Más allá de quién tiene la razón, puede ser el inicio de una guerra no solo regional, que unida a la de Rusia y Ucrania deja un sabor de angustia, zozobra y terrible incertidumbre para todos los habitantes de esta nave espacial, que además de enferma, sufre también estas locuras criminales humanas de las guerras.

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